Por Edward
Veras-Vargas:
Las decisiones del
Tribunal Constitucional sobre los cuestionamientos promovidos contra las leyes
adjetivas que inciden en el sistema electoral dominicano, y que fueron creadas
en los años 2018 y 2019 bajo los números 33-18 (sobre Partidos, Agrupaciones y
Movimientos Políticos) y 15-19 (Orgánica del Régimen Electoral), ponen de manifiesto
que nos encontramos ante normas infraconstitucionales que - además de la pésima
calidad del lenguaje utilizado en su redacción- acarrean notorias incoherencias
repudiadas por la Constitución de la República.
Los artículos 49.4 de
la Ley 33-18 y 134 de la 15-19 no resultan extraños al patético drama de la
inconsistencia en la técnica legislativa que exhiben las normas en cuestión.
Así, elevando el derecho a la libertad de asociación a una modalidad de delito
electoral, el resurgimiento político procura ser castrado a través del
denominado “transfuguismo”. Este
contexto legal persigue reducir el derecho a cambiar de filiación o militancia
partidista y, en esa tarea, frena a las personas que buscan conseguir una plaza
electoral de la que le ha privado el partido al que pertenecen. Cabe
preguntarse -entonces- si una imposición de “lealtad” frente a un compañero de
partido -o al partido mismo- justifica restringir derechos fundamentales. Evidentemente que ello no es
constitucionalmente admisible.
La idea del
“transfuguismo” supone que -con su partida- un ciudadano le resta ventajas a la
organización política que abandona; el daño debe ser actual. No en vano los
países de la región que han reglado el tema concentran su mayor esfuerzo en
sancionar a quienes han obtenido una plaza, una postulación ganada desde el
partido, y luego se afilian a otra organización a cuyo servicio ponen dicho
cargo. La cuestionable norma pretende otorgar los cargos de elección a los
partidos y no a las personas, los ciudadanos que son los que tienen el derecho
constitucional a elegir y ser elegidos. Sin embargo, aún en ese escenario,
habrá que llenar de sentido la razón del voto preferencial y las listas
desbloqueadas, así como los motivos que inspiran la instauración de primarias
abiertas. A partir de estas ideas, cabe preguntarse si -ciertamente- buscamos
imponer la voluntad ciudadana a los partidos o la de los partidos a los
ciudadanos.
Si tarea pendiente será
descifrar el desprecio por los derechos de participación en el cambio de
partido, una vez ganada la posición, no resulta igual frente a los derechos fundamentales a la libertad de
asociación, de elegir y de ser elegido, que serían malogrados de atarse las
aspiraciones de una persona a sentimientos de “lealtad” frente a correligionarios
de una determinada organización política, o de la organización misma. En estas
circunstancias, la violación a derechos fundamentales es más ostensible.
La libertad de
asociación supone que el ciudadano debe ser libre de escoger cuándo ingresa a
un partido, movimiento o agrupación, y el momento de abandonarlos. Por tratarse
de derechos fundamentales, escapa a la necesidad de acreditación afirmar que
ello implica para el Estado la obligación de proteger, promover y respetar la
prerrogativa. La razonabilidad de la limitación se pierde aún más, cuando no se
visualiza la afectación de derechos de terceros.
Al margen de las
interpretaciones encontradas que pudieren derivarse de los artículos 49.4 de la
ley 33-18, y 134 de la ley 15-19, la versión popularizada en República
Dominicana del “transfuguismo” parecería no ser coherente ni con la propia
dimensión que de la figura le ha dado el texto del Art.2.5 de la Ley 15-19, ni
mucho menos con atenciones y consideraciones a partir del sistema de gobierno
previsto por nuestra Carta Magna. Lo peor, bajo la apariencia de inspirarse en
sentimientos de “ética política”, esa forma despectiva de mirar el ejercicio de
derechos fundamentales goza de buena opinión pública. Pero la cuestión es saber si las personas son
libres para elegir y ser elegidos. De ser así, no lleva sentido crear una norma
que limite a los denominados “tránsfugas”.
La movilidad de un grupo a otro es una manifestación del derecho a
disentir, elemento esencial de la democracia.
Ese derecho de
asociación y disociación, dos caras de una misma moneda, combinado con el
derecho de elegir y ser elegido, que no soportan mayores limitaciones que
aquellas permitidas por la Constitución, no tendrían sentido alguno si al
desafiliarse de una agrupación o partido entonces se arrastran cargas o
consecuencias negativas de la antigua filiación, una especie de letra escarlata,
sin que se haya incurrido en otra “falta” que el ejercicio del derecho a
desafiliarse de la agrupación. Aún en caso de faltas a lo interno de una
organización política, la sanción -siempre que esté prevista en los estatutos
del partido- podría ser la expulsión, que debería imponerse luego de agotar un
juicio disciplinario con apego al debido proceso. En este caso ni eso: el
“tránsfuga” arrastraría la pena de quedar inhabilitado para ejercer su derecho
político a ser elegido, por el simple hecho de haber participado en las
primarias del partido del que decidió disociarse, prohibición que no afecta a
ninguno de los demás militantes o miembros que decidan abandonar dicho partido.
Es como una pena por haber participado y haber “perdido”, solo concebible por
un legislador completamente desquiciado.
Motivada o no, la
decepción que genera haber participado en una contienda interna de un partido
no debe ser banalizada o reducida bajo el estigma del “transfuguismo”. En
consecuencia, privar a una persona del derecho a participar como candidato en
una determinada contienda electoral, arguyendo en su perjuicio que -por
cuestiones internas- no ha logrado que otra organización lo presente,
interviene irracionalmente el derecho a ser elegido. La lealtad partidaria no
es un derecho fundamental; en cambio, elegir y ser elegido, lo propio que la
libre asociación y disociación, no requieren argumentos para ser identificados
como consagrados, promovidos y protegidos por nuestra Constitución. Luego, la
supremacía constitucional salta a la vista.
Esa es la línea que
parece promover la sentencia TC/0441/19, que juzga varios artículos de la ley
33-18. En el apartado que corresponde a la decisión que anula el artículo 49.3,
relativo al tiempo mínimo de militancia partidaria para optar por una
precandidatura o candidatura, es notable que su fundamento refiere a que nada
puede impedir el ejercicio de los derechos de participación ciudadana (elegir y
ser elegido). Luego, siendo parte del precedente, esa expresión impacta en todo
el ordenamiento jurídico, no quedando impunes los límites que podrían resultar
del artículo 49.4 del referido texto de la ley 33-18 y del artículo 134 de la
ley 15-19.
Expulsar la norma
infraconstitucional del ordenamiento jurídico -por inconstitucional- es labor
exclusiva del intérprete último de la Constitución, pero inaplicarla para el
caso concreto es deber de todos. Para aquellos que ejercen potestades públicas
es una ineludible e inexcusable obligación. Participar “infructuosamente” en
una contienda interna de un partido, movimiento o agrupación política, no
disminuye el derecho a la libre asociación ni reduce a aquellos cuyo ejercicio
constituye la razón de asociarse. En este tipo de agrupaciones nos asociamos
para elegir y ser elegido.
Artículo 49.4.
Requisito para ostentar una precandidatura. Para aspirar y ostentar una
precandidatura o candidatura en representación de un partido, agrupación o
movimiento político, se requiere: “4) Que el aspirante a una precandidatura
para un determinado evento electoral, en representación de un partido,
agrupación o movimiento político no haya participado como candidato por otro
partido, agrupación o movimiento político para el mismo evento electoral”.
Artículo 134 “Las
personas que hayan sido nominadas para ser postuladas por un partido,
agrupación, movimiento político o alianza no podrán ser postuladas por ningún
otro partido en el mismo proceso electoral”.
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